León fingió ir a la izquierda y giró de golpe a la derecha, deslizándose bajo un brazo. Sintió dedos rozarle el abrigo, pero escapó. Corrió directo hacia la puerta de la nursery.
Del otro lado se escuchaban voces, órdenes, el pitido desesperado de máquinas perdiendo la batalla.
León no tocó.
Empujó la puerta con toda su fuerza.
Dieciocho cabezas se giraron.
Dieciocho rostros pasaron de sorpresa a confusión y luego a furia.
—¿Quién es este niño?
—¡Seguridad!
—¡Sáquenlo!
La habitación olía a antiséptico, miedo… y algo dulce, raro, como flor que se pudre. León sintió la garganta arder.
Sus ojos fueron directo a la cuna en el centro: Julián, tan pequeño, tan pálido, con la piel azul grisácea y la erupción extendida como un mapa del desastre. La respiración apenas existía.
Entonces vio la maceta. Ahí. A menos de un metro del bebé.
—¡LA PLANTA! —gritó León, la voz rompiéndose— ¡Es la planta en la ventana! ¡Es digitalis, es veneno!
Los guardias lo agarraron por los hombros. Lo levantaron del suelo.
Un hombre, alto, con rostro deshecho por el terror, se acercó con rabia: Arturo Santillán. El dueño de todo eso. El hombre que en revistas parecía invencible.
—¿Quién eres? —escupió— ¿Cómo entraste aquí? ¡Sáquenlo ahora mismo!
León pataleó, desesperado.
—¡Mi abuela me enseñó! ¡Esa planta suelta aceite tóxico! ¡Se pega en las manos, en todo! ¡El bebé lo está respirando!
Uno de los doctores, con acento extranjero, lo miró con desprecio.
—Esto es absurdo. Está delirando.
La esposa de Arturo, Elena, lloraba apoyada en la pared, la cara destruida.
—¡Sáquenlo! —repitió Arturo, con voz animal.
Y entonces León sintió algo romperse por dentro.
No una tristeza. No una duda.

Algo como un hilo que se estira hasta que ya no aguanta.
Había pasado catorce años tragándose la voz. Haciéndose pequeño. Siendo invisible. Y ahora lo estaban arrastrando fuera mientras un bebé moría porque nadie escuchaba al hijo de la empleada.
León se dejó caer de golpe, flojo, como si se hubiera rendido. Un truco de supervivencia. El guardia aflojó un segundo el agarre.
Y León se zafó.
Se deslizó entre piernas de doctores, tumbó una bandeja, escuchó un “¡cuidado!”, sintió que alguien le agarraba el tobillo, pero pateó y siguió. Llegó a la cuna.
Julián pesaba casi nada. Era como cargar aire caliente.
León lo levantó contra su pecho.
—Perdóname… —susurró—. Perdóname si hago esto mal.