Cuando una enfermera lo vio temblar, le acomodó la manta sin decir nada.
León no entendía. No confiaba.
A medianoche, la doctora Nakamura se acercó. Tenía ojeras profundas y una vergüenza rara en la mirada.
—Yo estaba equivocada —dijo en español lento—. Todos estábamos equivocados. Tú viste lo que nosotros no vimos.
León bajó la cabeza.
—Sólo… recordé a mi abuela.
—Tu abuela te dio algo valioso —susurró ella—. Gracias.
Al amanecer, una firma privada de investigación llegó a la mansión. Tomaron fotos, sellaron la planta en un contenedor, revisaron cámaras, rastrearon la paquetería. Todo se movió rápido cuando el poder de un Santillán se puso a trabajar en algo que no era negocio, sino rabia y amor.
A las seis, una mujer con traje y carpeta se acercó a León.
—El señor Santillán quiere hablar contigo.
León sintió el estómago caer.
Lo condujeron al despacho de Arturo, un cuarto con libreros altos y un escritorio de madera que parecía un altar.
Arturo estaba ahí, despeinado, con la cara envejecida de golpe. Tenía un folder grueso en las manos.
—Siéntate, León —dijo.
Era la primera vez que Arturo Santillán decía su nombre.
León se sentó, pequeño en un sillón enorme.
Arturo abrió el folder.
—La planta llegó como regalo por los tres meses de Julián —dijo—. Había una tarjeta. Firmada por Mauricio Treviño.
León no conocía ese nombre, pero vio la mandíbula de Arturo endurecerse.
—Mi socio —continuó Arturo—. Mi compadre. El padrino de mi hijo.
La voz se le quebró.
—Yo… lo dejé entrar a mi casa.
León tragó saliva. El aire del cuarto estaba pesado.
—La investigación ya rastreó el envío —dijo Arturo—. La planta no salió de un vivero. Salió de un laboratorio privado de botánica. Pagado por una empresa fantasma. Dinero en cuentas offshore. Todo… a nombre de Mauricio.
Arturo apretó el folder con fuerza.
—Quería matar a mi hijo —dijo, y la frase sonó como vidrio rompiéndose—. Quería destruirme. Porque el consejo me eligió a mí. Porque lo saqué de la empresa. Y escogió lo único que me podía arrancar el alma.
León no supo qué decir. No había palabras para eso.
Arturo lo miró. No con rabia. Con otra cosa: asombro, culpa, una especie de despertar doloroso.
—¿Sabes qué es lo peor? —preguntó—. Que ninguno de ellos lo habría visto. Ni con dieciocho cerebros brillantes. Estaban buscando un problema “complejo”, como si lo simple no existiera en un cuarto lleno de lujo.
Arturo respiró hondo.
—Tú sí lo viste.
León sintió las mejillas arder.
—Mi abuela decía que a veces los doctores ricos buscan problemas ricos —murmuró—. Y se les olvida mirar alrededor.
Arturo sostuvo su mirada un largo segundo. Luego presionó un botón en el teléfono del escritorio.
—Pásenlas, por favor.
La puerta se abrió.
Entró Graciela, su mamá, con el uniforme arrugado y los ojos hinchados de llorar. Corrió hacia León y lo abrazó con fuerza.
—¡Te iban a meter a la cárcel, hijo! —sollozó—. Me dijeron que…
—Estoy aquí, ama —susurró León, apretándola—. Julián está bien.
Detrás de ella entró Elena, cargando a Julián contra el pecho. El bebé dormía, rosado, vivo. Elena miró a León como si estuviera mirando un milagro humano.
—Gracias —dijo, y la voz le tembló—. Gracias por salvar a mi bebé.
León no supo dónde poner las manos, la mirada, la vergüenza.
Arturo se levantó, caminó alrededor del escritorio… y se arrodilló frente a León.