35 años de silencio terminaron cuando SU ESPOSA lo reconoció pidiendo en el malecón de Mazatlán…

 

 

 

Su cartera, que llevaba en el bolsillo trasero del pantalón, se salió con el impacto y quedó enterrada entre las ramas. Nadie lo vio caer. Nadie supo que estaba ahí. La carretera siguió su ritmo indiferente mientras el sol empezaba a bajar hacia el horizonte y las sombras se alargaban sobre el asfalto caliente. Pasaron horas.

Cuando el cielo ya estaba oscuro, un camionero más joven que manejaba una unidad pequeña de reparto se desvió hacia el borde de la carretera para orinar. Al caminar entre los arbustos, tropezó con algo. Bajó la mirada y vio a un hombre tirado, inmóvil, con la ropa sucia y sangre seca en la cara. El camionero sintió un escalofrío, se agachó, le tocó el cuello y sintió un pulso débil, pero presente.

Gritó hacia la carretera, pero no había nadie cerca. Decidió cargarlo como pudo, arrastrándolo hasta la cabina de su camión. Y en lugar de regresar a Mazatlán, donde el tráfico ya estaba imposible a esa hora, tomó el camino hacia un hospital público que conocía en un pueblo más al interior, a unos 40 minutos de ahí. No sabía quién era ese hombre.

No tenía documentos visibles y no había tiempo para averiguarlo. Solo sabía que si no lo llevaban a algún lado iba a morir en esa cuneta. El hospital era pequeño, con pisos de mosaico gastado y pasillos iluminados con tubos fluorescentes que parpadeaban. El personal de guardia recibió al herido, lo registraron como NN masculino y lo pasaron a una camilla en urgencias.

José Luis Herrera López, mecánico de Culiacán, esposo de Mariel, padre de Daniel, acababa de desaparecer del mundo. Si estás siguiendo esta historia y quieres saber qué viene después, suscríbete y activa la campanita. Cuéntame en los comentarios desde qué ciudad o estado nos estás viendo. En Culiacán, Mariel pasó la tarde esperando, preparó caldo de pollo para la cena, bañó a Daniel, le puso el pijama y lo acostó en el colchón que compartían en el cuarto principal.

El niño preguntó por su papá antes de dormirse y ella le dijo lo mismo de siempre. Ya viene, está trabajando. Pero cuando cayó la noche y las horas siguieron pasando sin señal de José Luis, la tranquilidad empezó a convertirse en inquietud. No era normal que se tardara tanto. Siempre volvía el mismo día. Siempre avisaba si algo cambiaba.

Mariel se quedó despierta, sentada en el sillón de la sala, mirando por la ventana cada vez que escuchaba pasos en la calle. Ninguno era él. A la mañana siguiente, el desayuno se enfrió sin que nadie lo tocara. Mariel dejó a Daniel con una vecina y caminó hasta el taller donde José Luis trabajaba. El patrón estaba fumando en la entrada con el cuaderno de cuentas bajo el brazo.

Cuando la vio llegar con esa cara, supo que algo andaba mal. “¿Volvió José Luis del viaje?”, preguntó Mariel con la voz tensa. El hombre negó con la cabeza. Aquí no ha venido. Ayer salió con un camionero rumbo a Mazatlán, pero no he sabido nada más. Mariel sintió que el suelo se movía bajo sus pies.
Agradeció con un hilo de voz y se fue caminando rápido de regreso a la casa. Con el pecho apretado y las manos temblando. Empezó a hacer llamadas. Pidió prestado el teléfono en la tienda de don Rubén y marcó a todos los conocidos que trabajaban en el transporte de carga. Nadie había visto a José Luis. Un chóer le dijo que sí lo había llevado a Mazatlán, que lo dejó en el puerto cerca del medi día y que después lo perdió de vista.Otro le comentó que a veces la gente se quedaba en la costa buscando trabajo extra, que tal vez se había demorado y volvía al día siguiente. Mariel quiso creerlo, pero algo en su interior le decía que no era eso. José Luis no era de los que desaparecían sin avisar. no era de los que dejaban a su familia esperando sin explicación. Al tercer día, Mariel fue a la policía municipal de Culiacán.

La atendió un agente joven con uniforme arrugado y una libreta donde anotó los datos a mano. Nombre completo, José Luis Herrera López. Edad, 27 años. Última vez visto. Viernes 15 de agosto de 1986. Saliendo de Culiacán rumbo a Mazatlán. Descripción física. 1,70 de estatura, delgado, cabello negro, sin barba, cicatriz pequeña en la mano izquierda por un accidente en el taller, ropa, camisa a cuadros de manga corta, pantalón de mezclilla, zapatos de trabajo oscuros.

El agente cerró la libreta y le dijo que iba a pasar el reporte, que revisarían hospitales y delegaciones de la zona que no se preocupara. Mariel salió de ahí con un papel sellado y una sensación de vacío en el estómago. Con la ayuda de su hermano y de una prima que tenía carro, Mariel viajó a Mazatlán una semana después.

Llevaba una foto de José Luis, la que le habían tomado hacía unos meses en la puerta del taller, donde él aparecía con esa postura rara, los brazos rectos pegados al cuerpo mirando a la cámara con una sonrisa tímida. Visitaron el puerto, mostraron la foto a trabajadores, vendedores ambulantes, guardias de seguridad. Algunos decían que tal vez sí lo habían visto, pero no estaban seguros.

Otros ni siquiera miraban la imagen con atención. En el hospital general de Mazatlán, una enfermera revisó los registros de ingresos recientes y negó con la cabeza. No tenemos a nadie con ese nombre. Mariel insistió. Y si llegó sin identificación, la mujer suspiró, buscó entre las fichas de pacientes sin nombre y volvió a negar.

Aquí no hay nadie que coincida con esa descripción. Fueron a la morgue. Mariel entró con las piernas temblando, preparada para lo peor. Le mostraron los cuerpos no identificados que tenían en ese momento. Dos hombres mayores, uno con señales de violencia, otro ahogado en el mar. Ninguno era José Luis. Sintió alivio y desesperación al mismo tiempo.

Si no estaba muerto, ¿dónde estaba? ¿Por qué no había llamado? ¿Por qué no había vuelto a casa? Las preguntas no tenían respuesta. Regresaron a Culiacán sin nada más que dudas y un miedo creciente que Mariel no sabía cómo controlar. Pasaron semanas, luego meses.

Mariel mandó hacer volantes con la foto de José Luis, los pegó en postes de luz, en tiendas, en paradas de autobús. Llamó a estaciones de radio locales, pidió que mencionaran el caso al aire. Algunos locutores lo hicieron, otros le dijeron que no tenían espacio. La vida seguía moviéndose alrededor de ella, pero Mariel sentía que estaba atrapada en un loop sin salida.

Daniel preguntaba cada vez menos por su papá. Al principio lloraba, después solo miraba la puerta con esa tristeza callada que rompe más que los gritos. Mariel no sabía qué decirle. No sabía si José Luis estaba vivo, muerto, herido, perdido, secuestrado. No sabía nada y esa incertidumbre era peor que cualquier certeza.

El hospital donde José Luis había sido llevado aquella noche de agosto quedaba en un pueblo pequeño del interior de Sinaloa, a medio camino entre Mazatlán y otras localidades menos transitadas. Era una clínica pública de dos pisos con paredes pintadas de verde pálido y un patio central donde los pacientes esperaban bajo la sombra de un árbol viejo. El personal era reducido.

Dos médicos generales, tres enfermeras, un par de camilleros y una administrativa que manejaba los registros a mano en libretas empastadas. No había sistema computarizado, no había conexión con otras dependencias estatales y los reportes de personas desaparecidas que llegaban desde Culiacán o Mazatlán rara vez cruzaban el escritorio de esa clínica perdida en el mapa. José Luis permaneció en coma inducido durante los primeros días.

 

 

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