Sus manos temblaban, no por el miedo, sino por el peso de un adiós que todavía no aceptaba. Dentro del ataúd, todo estaba dispuesto de manera serena, casi solemne. Depositó la carta junto al pequeño amuleto que ella guardaba desde niña, un objeto que —según decía siempre— traía paz en los momentos difíciles.
El fuego aún no había sido encendido, por lo que tuvo un instante más para respirar el aire inmóvil de la sala y hablarle como si pudiera escucharlo.
—No te dejo nada —susurró—, tú me lo diste todo.

Fue entonces cuando notó algo extraño: sobre el pecho de su esposa reposaba una cinta azul, perfectamente doblada, que él no recordaba haber colocado. Era suave, nueva, y parecía recién puesta. La tomó entre sus dedos, extrañado, y la guardó en su bolsillo sin comprender su significado.
Cerró el ataúd con cuidado, casi como quien cierra un libro que no desea terminar, y dio un paso atrás. No sabía que aquella cinta —ese detalle que nadie admitió haber puesto— sería el inicio de un misterio que cambiaría por completo su comprensión de lo sucedido.
Porque a veces, incluso en las despedidas más definitivas, aparece algo que no encaja… algo que reclama una historia nueva.