Para el mundo, ella era "la señora de la limpieza".
Pero, para Lucas, era "la tía Rosa". La única que sabía contar historias de monstruos que les temían a los niños, de ángeles que usaban pantuflas, de madres que se aparecían en sueños para que sus hijos supieran que no las habían olvidado.

Para Arthur, ella era algo aún más excepcional: alguien en quien podía confiar. Algo que ningún dinero podía comprar.
Cuando ella no apareció ese día, algo se apretó en su pecho.
"Intente llamar de nuevo", ordenó, ya irritado, pero en el fondo, asustado.
"Ya llamamos, señor", respondió el conductor. "El celular está apagado".
Pasaron las horas.
Los rumores se extendieron.
Alguien dijo haberla visto subir a un coche oscuro cerca de la parada de autobús. Otro juró haber visto a dos hombres rodeándola, pero ninguna de estas versiones se confirmó.
Al final del día, la policía apareció, llenó formularios e hizo preguntas de rutina.
"¿Tenía enemigos?", preguntaron.
"¿Una pobre señora de la limpieza que toma dos autobuses para venir?", respondió Arthur, irritado. "Su enemigo se llama vida".
Uno de los policías esbozó una sonrisa forzada, escribió algo y se fue.
Al día siguiente, la noticia corrió como la pólvora:
"¡Ha desaparecido!
". "Debió ser obra de un bandido
". "Nadie desaparece así sin motivo...".
Una semana después, cuando los periódicos anunciaron silenciosamente que "todo indica que la señora Rosa Maria da Conceição está muerta", toda la ciudad pasó página.
Menos Arthur.
Menos Lucas.
El niño preguntaba todos los días:
«Papá, ¿regresa hoy la tía Rosa?».
Arthur, con un nudo en la garganta, repetía la misma mentira:
«Está de viaje, hijo. Volverá».
Pero cuando se encerraba en su oficina, con las luces apagadas, miraba la pantalla vacía de la computadora y susurraba para sí mismo:
"Algo anda mal. Muy mal".
Porque había detalles que no entendían.
Rosa no se llevó ropa.
No dejó una nota, no vació el pequeño cajón donde guardaba las monedas que ganaba con Lucas.
No sacó dinero de la sencilla cuenta bancaria que él mismo había ayudado a abrir.
Fue como si la hubieran arrancado de su propia vida.
Celebraron un pequeño velorio simbólico sin cuerpo, sin ataúd, sin nada. Solo un sacerdote, media docena de velas y rostros cansados.
La criada lloró. El portero se secó discretamente una lágrima.