Unas semanas más tarde, la mansión volvió a oler a café fresco a las seis de la mañana.
Rosa caminaba con cuidado por los pasillos. Las cicatrices en sus muñecas aún le molestaban, pero le dolían menos que el recuerdo de su miedo.
"No tienes que volver al trabajo tan pronto", dijo Arthur varias veces. "Puedes descansar. Yo me encargo de todo".
Ella negó con la cabeza.
"Si me quedo en casa pensando, me moriré por dentro", respondió. "Aquí tengo algo que hacer. Aquí tengo a mi hijo".
"Mi niño" corrió hacia ella, agarrándola fuertemente por la cintura.
—Tía Rosa, hoy vas a contar la historia del tren que descarriló, ¿verdad? —preguntó Lucas con los ojos brillantes—. El que estuvo a punto de hacer una tontería y se salvó…
Ella miró a Arthur por encima de la cabeza del niño.
Él entendió.
"Esa es una buena historia para hoy", dijo Rosa sonriendo. "Sobre un tren que creía poder pasar por encima de todo... pero olvidó que Dios siempre pone a alguien de nuevo en la vía en el momento justo".
Arthur la observó mientras entraba en la habitación del niño, vestida con un delantal sencillo, el cabello atado al azar y una sonrisa que valía más que cualquier joya.
Ese día, tomó una decisión silenciosa.
Rosa ya no sería "solo la señora de la limpieza".
Formalizó su protección, registró su papel como testigo clave, le consiguió un salario más alto, una casa mejor y asistencia legal si la necesitaba.
No como caridad.
Sino como reparación.
Porque, al final, fue ella —la mujer que todos creían muerta, considerada irrelevante— quien mantuvo vivo lo que realmente importaba: la verdad.