El patrocinador se apartó del borde de la duda, se disculpó y restableció la financiación. Quienes se habían retirado regresaron. El autor anónimo fue desenmascarado, y los pocos que habían intentado sacar provecho del escándalo quedaron expuestos. Elise se sentó, conmocionada por un tembloroso alivio. No estaba muy segura de cómo dejarse defender sin sentirse avergonzada por haber sido salvada, y sin embargo, de repente, un alivio la invadió por completo.
Esa noche, cuando por fin se permitió llorar, no fue solo por la casi destrucción de meses de trabajo, sino por esta pequeña y muy humana forma de salvación que había llegado sin ser invitada.
"No estoy acostumbrada a que me protejan", le dijo a Callum por teléfono.
—Yo tampoco —admitió—. Pero nadie debería acostumbrarse a estar solo.
El invierno se aferró aún más a su poder después de eso, claro y casi ceremonial. Una pequeña traición en clase —las burlas de Jaime por no tener padre— provocó un momento de pánico cuando desapareció, aferrándose al pecho de Elise como si fuera la mano de un acordeón. Jaime había corrido al parque a ver si alguien lo esperaba en la banca porque, una vez, con la valentía innata que solo poseen los niños, le había ofrecido la amabilidad más sorprendente y tangible:
«Te presto a mi mamá».
Callum encontró a Jaime acurrucado en el banco, su antigua soledad revestida de una nueva forma, con las rodillas pegadas al pecho y el sombrero torcido por el frío. Se sentó y se abrazó a él como un ancla.
«Estoy aquí», dijo, y esa era la única promesa que cualquiera podía pedir en ese preciso momento.
Cuando Elise abrió la puerta, con el rostro destrozado por las lágrimas, la escena ante ella era pequeña y perfecta en su cotidianidad: Jaime corriendo hacia sus brazos, Callum de pie en el umbral con la nieve espolvoreando sus hombros y un pequeño abeto ligeramente torcido en sus manos. Jaime lo proclamó refuerzo para su bosque de un metro de altura y le otorgó a Callum un título:
«Señor, ha traído los refuerzos».
Más tarde, Callum contaría esta historia como un triunfo de la logística sobre la melancolía, pero allí, en la puerta, era un sacramento de pertenencia.
«Quizás ahora ya no pidas prestado», declaró Jaime con la claridad aguda de un niño. «Te quedas, eso es todo».
Callum no respondió, no esa noche: las palabras le parecían demasiado incómodas, demasiado pesadas. Colocó el árbol dentro y, a medida que avanzaba la noche, decoraron ambos árboles como si su pequeñez fuera precisamente lo importante. Jaime contó la historia detrás de cada adorno, y estas historias se convirtieron en talismanes: un bastón de caramelo recuperado durante una carrera de metro, una estrella hecha de palitos de madera cuyo brillo tenía un ligero aroma a clases de arte desesperadas, un copo de nieve que, según Jaime, también podía servir de nave espacial.
Al día siguiente, representaron el último acto de la obra: "El niño y la luz prestada". Jaime subió al escenario y pronunció la frase que atravesó el pecho de Callum como una astilla:
"Cuando estás perdido en la oscuridad, puedes tomar prestada la luz de alguien hasta que la tuya brille de nuevo".
El público contuvo la respiración. Los aplausos subieron como una marea. Pero fue el momento tras la caída del telón lo que realmente lo cambió todo. No fue el teatro del final, ni el resplandor de los focos; fue la gravedad íntima de las manos de Elise buscándose y del pequeño programa arrugándose en la palma de Callum. Sintió que su propio pasado —esos pequeños y pacientes abandonos que uno acumula cuando se ignoran durante demasiado tiempo— se relajaba, como si por fin hubiera encontrado un lugar donde asentarse.
No cayeron en el final empalagoso y de cuento de hadas que el mundo imagina. No hubo un futuro perfecto repentino, ni una gran y atronadora declaración de Año Nuevo. Callum lo intentó, fracasó y comenzó de nuevo a aprender a estar presente sin los rituales de poder y negociación que habían estructurado su vida. Elise, forjada por años de trabajos esporádicos y recursos limitados, aprendió a aceptar ayuda. Jaime exigía galletas y cuentos para dormir en los momentos más inoportunos para los adultos; insistía en decorar todos los árboles, como hacen los niños, convirtiendo incluso lo opcional en un juego.
Los vecinos empezaron a notarlo: un hombre de traje que acompañaba a un niño pequeño a casa con una linterna después de la escuela; una mujer que dirigía un taller y enseñaba a los niños a construir cosas con las manos, orgullo y guirnaldas de papel. Callum empezó a asistir a las audiciones, no a firmar cheques, sino a ver los ensayos, sentado al fondo, escuchando. Aprendió a reír con ganas, un poco demasiado fuerte, sin pensar en el sonido. Elise descubrió que a veces solo necesitaba treinta segundos para perdonar mil injusticias del pasado: la forma en que el mundo le había pedido que apretara los dientes y siguiera trabajando, la forma en que algunos prefieren imaginar a los héroes solos, porque eso hace que sus historias sean menos accesibles.