Cuando salió, me temblaban las manos. Acababa de poner en jaque a mi mejor operario basándome en el llanto de un niño y la foto de una empleada muerta.
O quizás no muerta. Héctor volvió esa misma tarde.
“Señor Fernández. Lo que descubrí… es duro”.
“Dímelo”.
“La vecina tenía razón. Gabriela no murió… exactamente. No como un accidente. Después del despido, nadie quiso contratarla. ‘Despedida por robo’ es una mancha que no se quita. Embarazada, sola… se hundió. Depresión postparto severa, agravada por la desnutrición. Su hermana, Carmen, la cuidaba, pero Gabriela se sentía una carga. Cuando Mariana tenía dos años, Gabriela enfermó. Una neumonía simple, pero su cuerpo estaba tan débil… no resistió. Murió en el hospital público”.
Me quedé mirando por la ventana de mi despacho, viendo la ciudad que había ayudado a construir. Había despedido a una mujer embarazada. La había acusado injustamente. Le había negado la oportunidad de defenderse. Había destruido su reputación. Y la había matado.
No directamente. No con un arma. Pero sí con la tinta de mi pluma.
Esa noche, cuando llegué a casa, Sofía estaba en la sala. “¿Descubriste algo?”, preguntó.
Y se lo conté todo. La investigación, Gabriela, Javier, el despido, la firma, el embarazo, la muerte.
Sofía no lloró. Solo se quedó mirándome, pálida. “Dios mío, Miguel… despediste a su madre”.
“No lo sabía, Sofía. Te lo juro. Confié en Javier”.
“¿Y ahora qué vas a hacer?”.
“No lo sé. Pero tengo que arreglarlo”.
“Tienes que contárselo a Emilio”.
“¿Contarle qué? ¿Que su padre es un monstruo? ¿Que es responsable de que su amiga sea huérfana?”.
“¡No eres un monstruo! ¡Te engañaron! Pero él merece saber la verdad. Él lo empezó todo. Él vio lo que tú no quisiste ver”.
Tenía razón. Pero no todavía.
La auditoría llegó una semana después. Fue peor de lo que imaginaba.
“Es un montaje completo, Señor Fernández”, dijo el auditor, un hombrecillo gris con gafas. “Javier Mendoza era el cerebro. Usaba el acceso de Gabriela desde su propio ordenador para aprobar las salidas. Los materiales nunca entraron oficialmente en nuestro inventario; los compraba ‘por fuera’, inflaba las facturas y se quedaba la diferencia. Luego, cuando la cosa se calentó, necesitaba un chivo expiatorio”.
“Gabriela”.
“Exacto. Compró herramientas baratas, las plantó en casa de ella y ‘descubrió’ el robo. El desvío total que hemos podido rastrear… asciende a más de 80.000 euros en ese año”.
Golpeé la mesa. “Hijo de puta”.
“Debería presentar una denuncia, señor”.
“Voy a hacer más que eso. Voy a hundirlo”.
Pero denunciar a Javier no traería de vuelta a Gabriela. No arreglaría la vida de Mariana. Necesitaba hacer más.
Mientras tanto, en casa, la tensión era insoportable. Emilio seguía viendo a Mariana, pero ahora la presión venía de otro lado. El colegio.
Había una reunión de padres y maestros. Sofía insistió en que fuéramos. Y allí, la profesora de Emilio, la señora Luisa, soltó la bomba.
“Y quiero felicitar a Emilio”, dijo sonriendo. “Es un alumno ejemplar, y tiene un corazón enorme. Me he enterado de que ha estado ayudando a una niña necesitada del barrio. Es un gesto precioso”.
Un silencio incómodo llenó la sala. Los padres se miraron. “¿Qué niña?”, preguntó una madre de la primera fila.
“No sé su nombre”, dijo la profesora.
“Profesora”, dijo otro padre, “con todo respeto, ¿eso no es peligroso? Una niña desconocida ‘merodeando’ el colegio…”.
“¡No merodea!”, saltó Emilio. “Se queda en la plaza. ¡Y no es peligrosa! ¡Es mi amiga!”.
“Emilio”, intervino el director, “tus padres y el colegio necesitan saber con quién te relacionas. Es por tu seguridad”.
“Así empiezan”, susurró una madre lo bastante alto para que todos la oyeran. “Una niña pobre se acerca, se gana su confianza, y luego viene toda la familia a pedir dinero”.
“¡Mariana no es así!”, gritó Emilio, rojo de furia. “¡Ustedes no la conocen!”.
“Emilio, basta”, dije, levantándome. “Hablaremos en casa”.
En el coche, Emilio temblaba de rabia.
“Papá, están hablando mal de ella sin conocerla”.
“Lo sé, hijo”.
“¡No es justo!”.
Lo miré por el retrovisor. “Tienes razón. No lo es. Y a veces, el mundo está mal. Y son personas como tú las que ayudan a arreglarlo”.
Emilio me miró, sorprendido. Era la primera vez que me ponía de su lado de forma tan incondicional.
Esa noche, lo llamé a mi despacho. Le conté la verdad. La parte de la verdad que podía soportar.
“Hijo, la madre de Mariana, Gabriela… trabajó para mí. Y… fue despedida injustamente. Confié en la persona equivocada. Yo firmé el despido”.
Emilio me miró, sus ojos de doce años intentando procesar la traición de un adulto. “¿Tú… tú despediste a la mamá de Mariana?”.
“No sabía la verdad, Emilio. Pero sí. Fui yo. Y ahora he descubierto que era inocente”.
“¿Y qué vas a hacer?”.
“Voy a arreglarlo. Voy a limpiar su nombre. Y voy a ayudar a Mariana y a su tía”.
“¿Mariana lo sabe?”.
“No. Y no quiero que lo sepa. No todavía”.
“Tienes que decírselo, papá. Ella merece saberlo”.
“Y lo sabrá. Pero en el momento adecuado”.
El momento adecuado nunca llegó. Javier Mendoza, acorralado, hizo su último movimiento. Filtró la historia a la prensa.
Pero filtró su versión.
“EMPRESARIO MIGUEL FERNÁNDEZ INVOLUCRADO EN ESQUEMA DE DESVÍO Y DESPIDO INJUSTO”.
Mi mundo se vino abajo. Los teléfonos no paraban de sonar. Inversores, clientes, periodistas. Mi reputación, construida durante décadas, se hizo añicos en una mañana.
“¡Publica la auditoría!”, me urgía Sofía.
“¡Ya lo he hecho! ¡He enviado un comunicado! ¡Pero la mentira corre más rápido que la verdad!”.
En el colegio, fue una carnicería. “Tu padre es un ladrón”, le dijo un niño a Emilio en el recreo.
Y mi hijo, mi hijo empático y amable, le partió la nariz.
Me llamaron del colegio. Suspensión de tres días. Cuando llegué, Emilio estaba en un banco, con el uniforme sucio y la cara llena de orgullo y sangre.
“Me defendí, papá. Dijo que eras un ladrón”.
Me arrodillé frente a él, allí mismo, en el pasillo del colegio caro. Y lo abracé. “No necesitas pelear por mí, hijo. Pero gracias”.