35 años de silencio terminaron cuando SU ESPOSA lo reconoció pidiendo en el malecón de Mazatlán…

El malecón de Mazatlán se llenaba de luz dorada esa tarde de 2021, como cualquier otra. Entre turistas y vendedores ambulantes, un hombre descalso sostenía un pedazo de cartón con letras temblorosas. Nadie lo miraba dos veces hasta que una mujer se detuvo en seco con el corazón golpeándole las costillas.
Algo en esa postura, en esos hombros caídos, en la forma en que las manos colgaban rectas a los costados del cuerpo, le arrancó el aire de los pulmones. Hacía 35 años que buscaba ese gesto. 35 años desde que José Luis salió de Culiacán, prometiendo volver antes del anochecer. La casa en el barrio La Lomita de Culiacán olía a café recalentado y tortillas de comal cada mañana.José Luis Herrera López se levantaba antes de que el sol terminara de despuntar sobre los cerros, cuando el aire todavía estaba fresco y las calles sin asfaltar apenas empezaban a llenarse de ruido. Tenía 27 años, las manos callosas de tanto trabajar con llaves inglesas y desarmadores y una forma muy particular de pararse cuando alguien le pedía quedarse quieto para una foto.

los brazos rectos pegados al cuerpo, las manos abiertas hacia delante, como si no supiera qué hacer con ellas. Mariel, su esposa, se reía cada vez que lo veía así. “Pareces espantapájaros,”, le decía mientras le acomodaba el cuello de la camisa. Él solo sonreía de medio lado con esa timidez que nunca se le quitaba del todo, ni siquiera después de 3 años de matrimonio.

El taller donde trabajaba quedaba a 15 minutos caminando desde la casa, pasando la tienda de don Rubén y el puesto de elotes que abría desde temprano. Era un lugar chico con piso de cemento manchado de aceite y herramientas colgadas en ganchos oxidados. José Luis llegaba puntual, se ponía el overall sobre la ropa y se metía debajo de los autos sin quejarse del calor ni del polvo que se le pegaba en la cara.

Los clientes lo buscaban porque era bueno para diagnosticar ruidos extraños en los motores, esos chirridos que otros mecánicos ignoraban. “Tiene buenído”, decía su patrón, un hombre mayor que fumaba cigarros sin filtro y llevaba las cuentas en un cuaderno rayado en casa. La vida era sencilla pero completa. Marielle tenía 24 años, el pelo recogido en una cola siempre apretada y una paciencia infinita para estirar el dinero hasta que alcanzara.

Vendía toppers de comida a las vecinas cuando hacía falta. Cuidaba de Daniel, el hijo de ambos. Un niño de 3 años que pasaba las tardes dibujando carritos con un lápiz sobre cualquier papel que encontrara. José Luis llegaba del taller oliendo a grasa y gasolina, pero antes de lavarse las manos, ya estaba en el suelo jugando con el niño, haciéndole sonidos de motor con la boca mientras empujaba los cochecitos de plástico que le habían regalado en su cumpleaños.

Había una frase que José Luis repetía seguido, sobre todo cuando Daniel preguntaba por cosas que no tenían. Cuando menos lo esperes, te voy a traer a ver el mar, campeón”, le decía mientras lo cargaba antes de dormir. El niño no entendía bien qué era el mar, pero la promesa sonaba grande, importante, como algo que valía la pena esperar.

Mariel lo escuchaba desde la cocina y sonreía, aunque sabía que el dinero apenas les alcanzaba para la semana. Aún así, no le quitaba la ilusión a José Luis. Él era así, trabajador, callado, de esos que cumplen sin hacer ruido. Los fines de semana, cuando el taller cerraba, José Luis ayudaba a un conocido que transportaba mercancía en camión hacia la costa.

No era trabajo fijo, pero cada viaje significaba unos pesos extra que caían bien. A veces iba hasta Mazatlán, otras veces solo hasta pueblos del camino. Siempre volvía el mismo día, cansado, pero con alguna historia pequeña. Un puesto de pescado frito en la carretera, un camionero que le había contado chistes malos, el olor del mar que se sentía kilómetros antes de llegar.

Mariel lo esperaba con la cena lista y Daniel corría a abrazarlo en cuanto oía la puerta. Esa rutina, simple y predecible, era todo lo que necesitaban. En agosto de 1986, el calor en Culiacán apretaba desde temprano. Las calles sin pavimento se llenaban de polvo que el viento levantaba y metía por las ventanas abiertas.

José Luis salió de la casa el 15 de ese mes, un viernes, con la misma camisa a cuadros que usaba cuando no traía el overall puesto. Mariel le preparó un termo con café y unos tacos envueltos en papel aluminio. “No te tardes”, le dijo mientras lo despedía en la puerta. Él asintió, le dio un beso rápido en la frente y le revolvió el pelo a Daniel antes de irse caminando hacia la avenida donde pasaban los camiones de carga. iba a Mazatlán a ayudar con una descarga en el puerto.

 

 

⬇️Para obtener más información, continúa en la página siguiente⬇️

Leave a Comment