Calculaba estar de vuelta antes de que oscureciera. Nadie en esa casa imaginaba que esa despedida iba a estirarse 35 años. El camión salió de Culiacán poco después de las 7 de la mañana, cargado con cajas de refacciones y herramientas que iban destinadas a un taller en la zona del puerto de Mazatlán.
José Luis iba en el asiento del copiloto con la ventana abierta dejando entrar el aire caliente que todavía olía a tierra seca. El chóer era un hombre de unos 50 años con bigote grueso y una gorra descolorida que nunca se quitaba. Hablaba poco, pero cuando lo hacía era para contar historias de carretera, accidentes que había visto, retenes militares, tramos donde era mejor no detenerse de noche.
José Luisía sin decir mucho, mirando como el paisaje cambiaba de cerros polvorientos a zonas más verdes conforme se acercaban a la costa. Llegaron a Mazatlán cerca del mediodía. El puerto estaba lleno de movimiento. Camiones estacionados en doble fila. estibadores gritando instrucciones. El olor a pescado mezclado con gasolina y sal.
Descargaron las cajas en menos de 2 horas con José Luis cargando las piezas más pesadas, sin quejarse del sudor que le empapaba la espalda. Cuando terminaron, el chóer le pagó en efectivo y le dijo que regresaba a Culiacán en un par de horas, pero que si quería aprovechar para buscar otro trabajito rápido. Él esperaba. José Luis aceptó.
Necesitaba esos pesos extra y además quería caminar un rato por el malecón, ver el mar de cerca, aunque fuera unos minutos. Pensó en Daniel, en la promesa que le había hecho y sonríó solo. Se fue caminando por las calles cercanas al puerto, preguntando en talleres y bodegas si necesitaban ayuda para cargar o descargar algo.
En un puesto de tacos cerca de la zona turística, un vendedor ambulante lo vio pasar y le ofreció un vaso de agua. José Luis aceptó agradecido y mientras bebía le preguntó si sabía de alguna chamba rápida. El hombre negó con la cabeza. pero le recomendó probar en los galpones más al norte, donde a veces contrataban gente por el día. José Luis agradeció, terminó el agua y siguió caminando bajo el sol de la tarde con la camisa a cuadros ya pegada al cuerpo por el calor.
No encontró nada. Pasaron las horas y el dinero que había ganado en la mañana seguía siendo el mismo. Decidió regresar hacia donde había quedado de verse con el chóer, pero cuando llegó al punto acordado, el camión ya no estaba. Preguntó a un vigilante de una bodega cercana y el hombre le dijo que había visto salir un camión de carga como media hora antes rumbo a la carretera.
José Luis sintió un nudo en el estómago, pero no entró en pánico. Sabía que podía conseguir otra aventón de regreso a Culiacán. La carretera estaba llena de camiones que hacían esa ruta todos los días. Caminó hacia la salida de la ciudad, hacia el tramo de la carretera que conectaba Mazatlán con el interior del estado.
El tráfico era pesado a esa hora. camiones de carga, autobuses, pickups llenas de trabajadores. José Luis se paró en un punto donde los vehículos todavía iban despacio, levantó la mano para pedir aventón y esperó. Pasaron varios minutos, un camión grande frenó de golpe al verlo. Las llantas rechinaron contra el asfalto.
José Luis dio un paso atrás instintivamente tratando de esquivar la nube de polvo que levantó el vehículo, pero el borde de la carretera estaba más cerca de lo que pensaba. El suelo cedió bajo su pie derecho, perdió el equilibrio y antes de que pudiera reaccionar se fue de espaldas por un pequeño barranco cubierto de piedras y malezas seca. El golpe fue seco, su cabeza rebotó contra una roca y todo se volvió negro.
El camionero que había frenado no vio nada. Pensó que el hombre simplemente había cambiado de opinión y se había alejado. Aceleró y siguió su camino. José Luis quedó tirado entre las piedras y la hierba seca, inconsciente, con un hilo de sangre escurriéndose desde la 100 hasta el cuello.