35 años de silencio terminaron cuando SU ESPOSA lo reconoció pidiendo en el malecón de Mazatlán…

 

 

Nunca se quedaba mucho tiempo en el mismo lugar. Algo lo empujaba a seguir moviéndose, como si estuviera buscando algo sin saber qué. En algún momento, sin darse cuenta, terminó de nuevo en Mazatlán. La ciudad le resultaba vagamente familiar, pero no sabía por qué. Caminaba por el malecón, veía el mar y sentía una presión en el pecho que no lograba explicar.

Con el paso de los años, José Luis fue perdiendo la capacidad de sostener trabajos formales. Los episodios de confusión se hicieron más frecuentes. A veces olvidaba dónde había dejado sus cosas. Otras veces perdía horas enteras sin recordar qué había hecho. La gente dejó de contratarlo.

Empezó a dormir en plazas públicas, en banquetas, bajo puentes. Se convirtió en una más de las figuras invisibles que caminan por las ciudades costeras. Descalzo con ropa rasgada, el pelo largo y gris, la barba descuidada. Pedía monedas en el malecón de Mazatlán con un vaso de plástico y un cartón donde había escrito con letra temblorosa, “Por favor, ayúdeme.

Dios lo bendiga.” La gente pasaba a su lado sin mirarlo. Nadie sabía que ese hombre había tenido una esposa, un hijo, una vida entera que había quedado suspendida en el aire desde 1986. En Culiacán, mientras José Luis se desvanecía en la memoria del mundo, Mariel luchaba por mantenerse en pie. Los primeros años fueron los más duros. Cada ruido en la puerta la hacía saltar.

Cada teléfono que sonaba le disparaba el pulso. Pasaba noches enteras sin dormir, repasando mentalmente las mismas preguntas. ¿Se habrá ido al norte sin avisar? ¿Lo habrán asaltado y dejado tirado en algún lugar? ¿Estará vivo? La incertidumbre era un peso que cargaba a todas horas, incluso cuando trataba de fingir normalidad frente a Daniel.

El dinero se volvió un problema inmediato. José Luis era quien traía el ingreso principal y sin él, Mariel tuvo que reinventarse. Empezó vendiendo comida casada en la puerta de su casa, guisados, tamales, aguas frescas. Las vecinas le compraban por lástima al principio, después porque la comida era buena.

Con eso apenas alcanzaba para la renta y los gastos básicos. En las noches, después de acostar a Daniel, se sentaba en la mesa de la cocina y contaba las monedas, calculando si alcanzaba para comprar leche y frijoles hasta el fin de semana. A veces no alcanzaba, a veces comían solo tortillas con sal.

Daniel crecía con la ausencia de su padre como una sombra constante. Al principio preguntaba todos los días, “¿Cuándo va a volver mi papá?” Mariel le decía que pronto, que estaba buscándolo, que tenía que tener paciencia. Pero conforme pasaban los meses y luego los años, las preguntas fueron cambiando de tono. Mi papá se fue porque hice algo malo.

¿Ya no nos quiere? Cada una de esas preguntas le clavaba un cuchillo en el pecho a Mariel, que trataba de explicarle que no, que su papá lo quería, que algo le había pasado, pero que no los había abandonado. El niño asentía. Pero en sus ojos había una tristeza que ninguna palabra podía borrar. La familia de Mariel y algunos amigos cercanos al principio la apoyaron.

Su hermano le prestaba dinero cuando la cosa se ponía muy difícil. Una prima la ayudaba a cuidar a Daniel cuando tenía que salir a trabajar. Pero también empezaron a circular rumores. Vecinos murmuraban en las esquinas lanzando teorías que Mariel alcanzaba a escuchar cuando pasaba cerca. “Seguro se fue con otra”, decía una. Tal vez debía dinero y le tocó esconderse”, comentaba otro.

“A lo mejor está en Estados Unidos y no quiere regresar”, especulaba un tercero. Cada rumor era una puñalada. Mariel quería gritarles que José Luis no era así, que ella lo conocía, que algo malo le había pasado, pero con el tiempo aprendió a callarse y seguir caminando. En 1990, 4 años después de la desaparecición, la policía municipal le sugirió que considerara cerrar el caso de manera administrativa.

No dijeron esas palabras exactas, pero el mensaje era claro. No había pistas, no había cuerpo, no había nada. El expediente seguía abierto en los archivos, pero nadie lo estaba buscando activamente. Mariel se negó a aceptarlo. Siguió pegando volantes, siguió llamando a estaciones de radio, siguió preguntando a camioneros que hacían la ruta Culiacán, Mazatlán, pero las respuestas eran siempre las mismas. Nadie sabía nada.

Nadie había visto nada. A mediados de los 90, una trabajadora social del TIF le explicó que existía un proceso legal llamado Declaración de ausencia, que permitía a la familia de una persona desaparecida hacer trámites como si esa persona hubiera muerto sin necesidad de tener un cuerpo. Mariel se resistió durante meses.

Firmar esos papeles sentía como traicionar a José Luis, como declararlo muerto cuando ella todavía no lo creía. Pero la presión de la realidad era más fuerte. Necesitaba acceder a ciertos apoyos gubernamentales. Necesitaba poder inscribir a Daniel en programas escolares como hijo de madre soltera. Necesitaba cerrar legalmente ciertos asuntos que seguían atados al nombre de su esposo.

Finalmente, en 1996, 10 años después del desaparecimiento, firmó los documentos. Ese día lloró en silencio, sentada en una banca afuera de la oficina de gobierno con los papeles sellados apretados contra el pecho. Daniel tenía 13 años para entonces. Ya no preguntaba por su padre. Había aprendido a vivir con su ausencia, pero eso no significaba que la hubiera superado.

En la adolescencia se volvió callado, desconfiado, con una rabia sorda que a veces explotaba en discusiones con Mariel. Una vez durante una pelea por algo sin importancia, le gritó, “Si realmente nos quisiera, ya estaría aquí.” Mariel sintió que se le rompía algo por dentro. No supo que responder, solo lo abrazó, aunque él se resistió al principio y le dijo en voz baja, “Tu papá no nos dejó porque quiso.

Algo le pasó. Y aunque nunca sepamos qué, eso no cambia que te quería.” La foto de José Luis, aquella tomada en la puerta del taller, dejó de estar en la pared de la sala. Mariel la guardó en una caja de cartón junto con otros documentos viejos. el acta de matrimonio, la credencial desgastada de él, un recibo del taller.

A veces en las noches abría esa caja y miraba la imagen durante largos minutos tratando de encontrar en ese rostro joven alguna pista que explicara qué había pasado. Pero la foto solo le devolvía la mirada con esa sonrisa tímida, los brazos rectos pegados al cuerpo, como si José Luis estuviera parado ahí esperando a que alguien le dijera qué hacer. Los años siguieron acumulándose como capas de polvo sobre una historia que nadie más recordaba.

Para el año 2000, José Luis Herrera López era solo un nombre en un expediente archivado en algún mueble metálico de la policía municipal de Culiacán, entre cientos de otros casos sin resolver. Mariel había aprendido a vivir con el peso de no saber, aunque eso no significaba que lo hubiera aceptado del todo. Trabajaba turnos dobles en una tienda de abarrotes del centro, atendiendo a clientes desde temprano hasta que cerraban por la noche. El cansancio la ayudaba a dormir sin pensar demasiado.

Daniel terminó la preparatoria en 2001 y consiguió trabajo como ayudante en un taller mecánico. Mariel nunca supo si eligió ese oficio por casualidad. o porque en el fondo buscaba algún tipo de conexión con el padre que no conoció. Él nunca lo dijo y ella no preguntó. El muchacho se había vuelto un hombre serio, de pocas palabras, que pagaba su parte de los gastos de la casa sin quejarse y salía los fines de semana con amigos que Mariel apenas conocía.

A veces ella lo veía llegar tarde oliendo a cerveza y reconocía en sus ojos esa misma tristeza que cargaba desde niño, pero ya no sabía cómo alcanzarlo. En 2005, Mariel cumplió 43 años. Una amiga del trabajo la convenció de salir a bailar a una fiesta familiar, algo que no hacía desde antes de que José Luis desapareciera. Fue raro estar en un lugar lleno de música y gente riendo, como si el mundo no se hubiera detenido para ella hacía casi 20 años. Un hombre mayor, viudo, intentó sacarla a bailar.

Mariel aceptó por cortesía, pero a mitad de la canción sintió un nudo en la garganta y tuvo que disculparse e irse al baño. Se miró en el espejo. Tenía canas que no se había dado cuenta que estaban ahí, arrugas alrededor de los ojos, las manos ásperas de tanto trabajar. Se preguntó si José Luis la reconocería si la viera en ese momento.

Se preguntó si él seguía vivo en algún lugar envejeciendo también o si llevaba años muerto y ella era la única que seguía aferrándose a una esperanza sin sentido. Los programas de televisión sobres desaparecidos empezaron a hacerse populares en esos años. Mariel vio a algunos con la esperanza de que alguien mencionara un caso parecido, pero nunca pasó. Una vez llamó a un programa de radio que tenía una sección de búsqueda de personas, les dio los datos de José Luis y le prometieron difundirlo. Lo hicieron, pero nadie llamó con información.

La conductora le dijo al aire, con un tono amable, pero resignado, que después de tantos años era muy difícil encontrar a alguien sin nuevas pistas. Mariel agradeció y colgó sintiéndose más sola que antes. Daniel se casó en 2010. La boda fue sencilla en el patio de la casa de la novia con comida casera y música de banda.

Mariel lloró durante la ceremonia y cuando su hijo le preguntó después si estaba bien, ella asintió y le dijo que eran lágrimas de felicidad. Pero la verdad era más complicada. Estaba feliz por él, pero también sentía una tristeza profunda porque José Luis no estaba ahí para verlo. No había caminado con su hijo hacia el altar. No había bailado con él, no había conocido a su nuera.

Era una ausencia que pesaba más en los momentos importantes cuando la familia se reunía y el espacio vacío de José Luis se hacía evidente. En 2015, Mariel se jubiló anticipadamente por problemas de salud. Tenía la presión alta, dolores en las articulaciones y un cansancio crónico que los médicos atribuían al estrés acumulado de décadas.

Daniel y su esposa la ayudaban económicamente y ella pasaba los días en casa viendo televisión, cuidando el pequeño jardín del patio, visitando a vecinas de su edad. De vez en cuando abría la caja de cartón donde guardaba las cosas de José Luis. La foto seguía ahí, un poco amarillenta en las orillas, pero el rostro de él seguía intacto.

Joven, tímido, con esos brazos rectos pegados al cuerpo. Mariel lo miraba y le hablaba en voz baja como si él pudiera escucharla. “No sé dónde estés, pero sigo esperando”, le decía. Y después cerraba la caja y seguía con su día. Para 2020, 34 años después de la desaparecición, Mariel ya había aceptado que probablemente nunca sabría qué había pasado.

José Luis era un fantasma, una historia sin final, un capítulo de su vida que había quedado abierto para siempre, pero la vida seguía y ella había aprendido a moverse entre los recuerdos y la rutina. Cuando una amiga de toda la vida que vivía en Mazatlán la invitó a pasar unos días en la costa en 2021, Mariel aceptó casi sin pensarlo.

 

 

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