Necesitaba un cambio de aire, ver el mar, salir de Culiacán, aunque fuera por un momento. La amiga le dijo, “Te va a hacer bien, Mariel. Necesitas distraerte.” Y ella asintió sin imaginar que ese viaje iba a cerrar el círculo que llevaba 35 años abierto. Mazatlán en 2021 seguía siendo la misma ciudad turística que José Luis había visitado décadas atrás, pero con más hoteles, más restaurantes, más gente caminando por el malecón con celulares en la mano tomando fotos del atardecer. Mariel llegó en autobús un miércoles de
junio cuando el calor ya apretaba desde temprano y el aire olía a sal y a mariscos fritos. Su amiga la recibió en la terminal con un abrazo largo y una sonrisa genuina. “Qué bueno que viniste”, le dijo mientras cargaba la maleta pequeña de Mariel hacia el carro. “Te hacía falta salir de Culiacán.” Se instalaron en un departamento modesto cerca del centro, a pocas cuadras del malecón.
Mariel no había estado en Mazatlán desde aquella vez en 1986 cuando vino a buscar a José Luis recién desaparecido. Recordaba esos días con claridad dolorosa. El hospital, la morgue, los volantes que pegó en postes, la frustración de volver a casa sin respuestas. Ahora, 35 años después, caminaba por las mismas calles con una mezcla extraña de nostalgia y resignación.
La ciudad le traía recuerdos que prefería no remover, pero al mismo tiempo había algo en el aire del mar que la hacía sentir viva de una manera que ya no experimentaba en Culiacán. Los primeros días fueron tranquilos. Mariel y su amiga salían a caminar por las mañanas, desayunaban en fondas locales, visitaban mercados de artesanías. Mariel compraba cosas pequeñas para llevarle a Daniel y a su nieto.
Llaveros con forma de caracol. playeras con el nombre de la ciudad. En las tardes se sentaban en una banca del malecón viendo a los turistas pasar, a los vendedores ambulantes ofrecer cocos fríos, a los niños correr descalzos por la arena. Era una rutina simple, sin complicaciones y Mariel empezaba a entender por qué su amiga insistía tanto en que viniera.
El viernes por la tarde decidieron caminar más allá de la zona turística principal hacia un tramo del malecón menos concurrido, donde había locales comiendo en puestos de tacos y pescadores arreglando redes. El sol estaba bajando, pintando el cielo de naranja y rosa, y la luz dorada del atardecer hacía que todo se viera más suave, más cinematográfico.
Mariel caminaba despacio con las manos en los bolsillos de su chamarra ligera, respirando hondo el aire salado. Su amiga hablaba de algo, pero Mariel no estaba poniendo mucha atención. Estaba perdida en sus pensamientos mirando el mar cuando algo hizo que su cerebro se detuviera en seco. Al principio no supo qué fue, solo una sensación rara, como cuando ves algo de reojo y tu cuerpo reacciona antes que tu mente.
Giró la cabeza lentamente hacia la derecha, hacia el camellón del malecón, y vio a un hombre. Estaba parado solo, descalzo, con ropa rasgada y sucia, una camiseta blanca llena de agujeros y manchas, shorts beige deilachados que colgaban de su cuerpo extremadamente delgado, el cabello largo completamente gris despeinado por el viento, la barba grisácea irregular, cubriendo un rostro hundido y quemado por el sol.
A sus pies, en el suelo, había un vaso de plástico con algunas monedas y un pedazo de cartón con letras escritas a mano. Por favor, ayúdeme. Dios lo bendiga. Mariel sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. No era la ropa, ni el cartón, ni siquiera el rostro envejecido lo que la congeló en su lugar. Era la postura.
Ese hombre estaba parado con los brazos rectos pegados a los costados del cuerpo, las manos abiertas hacia delante, en una posición tan específica, tan familiar, que Mariel sintió que estaba viendo un fantasma. Era exactamente como José Luis se paraba cuando no sabía qué hacer con las manos, cuando alguien le pedía quedarse quieto para una foto.
Esa postura que ella había visto mil veces, que se había burlado de ella con cariño, que había quedado capturada en la foto del taller que todavía guardaba en una caja en Culiacán. Se acercó sin pensarlo, con el corazón golpeándole las costillas tan fuerte que sentía que iba a estallar. Su amiga la llamó desde atrás confundida, pero Mariel no respondió.
Caminó despacio hacia el hombre con las piernas temblando tratando de verle la cara desde más cerca. El hombre no la miraba. Tenía la vista perdida en el horizonte, como si estuviera viendo algo que nadie más podía ver. Mariel se paró a unos 2 metros de él con la garganta cerrada y lo observó en silencio.
Los rasgos del rostro estaban desgastados. hundidos, marcados por años de intemperie y desnutrición. Pero había algo en la forma de la nariz, en el contorno de los ojos, en la línea de la mandíbula, que le resultaba desgarradoramente conocido. Mariel abrió la boca, pero al principio no salió ningún sonido.
Respiró hondo, tragó saliva y dijo en voz baja, casi en un susurro, José Luis. El hombre no reaccionó. Ella subió el volumen con la voz quebrándose. José Luis Herrera. Esta vez él parpadeó lento, como si el hombre tuviera que atravesar una distancia muy larga para llegar hasta él. Giró la cabeza hacia Mariel con los ojos entrecerrados por el sol y la miró sin reconocerla.