El niño se volvió. Lo miró sin miedo.
—Esa es mi mamá —repitió, señalando la foto—. Cantaba para mí cada noche. Y un día… se fue. Nunca regresó.
James salió del coche sin pensarlo, ignorando la lluvia y a su conductor que gritaba su nombre.
—¿Cómo te llamas, hijo?
—Luca —dijo el niño, temblando.
—¿Dónde vives?
Luca bajó la mirada.
—En ningún sitio. A veces debajo del puente. A veces cerca de las vías del tren.
James tragó saliva.
—¿Recuerdas algo más de tu mamá?
—Le gustaban las rosas —dijo con voz suave—. Y tenía un collar con una piedra blanca. Como una perla…
James sintió que el suelo le fallaba. Emily nunca se quitaba ese colgante. Era el regalo de su madre. Una pieza única.
—Luca… ¿conociste a tu papá?
El niño negó lentamente.
—No. Solo estaba ella y yo. Hasta que ya no estuvo.
El panadero salió al escuchar voces. James le preguntó, con voz urgente:
—¿Este niño viene seguido?
—Sí —dijo él, encogiéndose de hombros—. Siempre mira esa foto. Nunca molesta. Nunca pide nada. Solo… mira.
James canceló su reunión con una sola llamada. Llevó a Luca a un restaurante cercano y le pidió el desayuno más completo del menú. Mientras el niño comía con las manos, James lo observaba como si su vida entera dependiera de cada palabra que dijera.
Un osito de peluche llamado Max.
Un departamento con paredes verdes.
Canciones de cuna en una voz que él no había escuchado en una década.
James apenas podía respirar. Ese niño era real. Ese recuerdo también lo era.
Una prueba de ADN lo confirmaría. Lo que ya sentía en el fondo de su alma.
Luca era su hijo.
Pero esa noche, mientras James miraba la lluvia desde su ventana, una pregunta lo mantenía despierto:
Si este niño es mío…
¿Dónde ha estado Emily durante diez años?
¿Por qué nunca regresó?
¿Y quién —o qué— la obligó a desaparecer… con su hijo?
Continuará…
En el próximo capítulo:
Una carta encontrada en el bolsillo del osito Max revela una dirección en Nevada… y un nombre que James nunca pensó volver a escuchar.

El jefe bibliotecario, el señor Henderson, era un hombre de rostro severo y voz medida. Me miró de arriba abajo y dijo con tono distante:
—Pueden empezar mañana… pero que no haya niños haciendo ruido. Que no los vean.
No tenía elección. Acepté sin preguntar.