Había llegado a casa antes de lo esperado, ahogado en el dolor, cuando oyó un sonido que había estado muerto durante ocho meses, y lo que luego descubrió, la nueva ama de llaves haciendo con sus trillizos en la alfombra, hizo que el multimillonario se pusiera de rodillas.

El peso del mundo

La sala de juntas en el piso 45 del rascacielos de Manhattan estaba en silencio, salvo por el zumbido del aire acondicionado y el nervioso crujido de los papeles. Benjamin Scott, director ejecutivo de Scott Industries, miraba por la ventana el horizonte gris. Seguía lloviendo. Le parecía que había estado lloviendo todos los días desde la muerte de Amanda.

"¿Señor Scott? Los inversores esperan su respuesta sobre el pronóstico del tercer trimestre", dijo con cautela su director financiero.

Benjamin giró su silla. Observó los rostros alrededor de la mesa: hombres y mujeres con trajes caros, preocupados por los márgenes de beneficio y el precio de las acciones. Lo miraban como si fuera una bomba de relojería. Y quizá no se equivocaban.

—Dile… —empezó Benjamin con voz ronca. Se frotó las sienes, donde una migraña llevaba ocho horas palpitando—. Dile que lo posponga. Me voy.

—Pero señor, la fusión…

—Dije que me iba —interrumpió bruscamente Benjamín.

Se levantó y agarró su maletín de cuero. Un silencio sepulcral invadió la habitación. A Benjamin no le importó. Cruzó las puertas de cristal, ignorando a su asistente, ignorando los teléfonos que sonaban. Sentía que se asfixiaba.

El largo viaje a Greenwich

Normalmente, el interior de su camioneta negra era un refugio, pero ese día se sentía como una jaula. Mientras Benjamin se abría paso entre el tráfico para salir de la ciudad y dirigirse a Connecticut, los últimos ocho meses se repetían en su mente.

Amanda. Su esposa. Su ancla. Secuestrada por un conductor ebrio un martes por la noche, cuando simplemente había salido a comprar jarabe para la tos.

Había dejado un vacío en el universo que nada podía llenar. Y había dejado atrás a los trillizos: Mason, Ethan y Liam.

Tenían cinco años. Antes del accidente, eran un torbellino de energía: ruidosos, desordenados, caóticos, pero llenos de luz. El día que murió su madre, los niños se oscurecieron. Como si alguien hubiera pulsado un interruptor. Dejaron de jugar. Dejaron de correr. Y, lo peor de todo, dejaron de hablar.

Benjamin había traído a los mejores psiquiatras infantiles del país. Había llenado la sala de juegos con todos los juguetes imaginables. Había intentado estar presente, ser el padre que necesitaban, pero cada vez que los miraba, veía a Amanda y se paralizaba. El dolor erigió un muro entre él y sus hijos, un muro que no sabía cómo escalar.

Los estaba decepcionando. Era multimillonario y podía comprar cualquier cosa en este mundo, excepto el regreso de la risa de sus hijos.

El silencio de la mansión

Benjamin tomó el largo y sinuoso camino de entrada a su finca de Greenwich. La casa era inmensa, una obra maestra georgiana que antaño era un hervidero de fiestas y risas. Ahora era un mausoleo.

Apagó el motor y se quedó inmóvil un momento, agarrando el volante con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Le daba miedo entrar. Le daba miedo el silencio. Ese silencio que le gritaba: «Se ha ido. Nunca volverá».

Respiró hondo, se tranquilizó y abrió la puerta principal.

Entró en el amplio salón. Se aflojó la corbata, listo para la rutina habitual: los chicos sentados en silencio frente al televisor, la ama de llaves saludándolo con un gesto cortés, y esa calma pesada y opresiva.

Pero esta vez, se detuvo.

Él inclinó la cabeza.

¿Qué fue?

 

 

 

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