La llamada en la esquina
El coche patrulla se detuvo lentamente en la concurrida intersección justo antes del mediodía. La llamada era rutinaria: venta ambulante sin licencia en una acera abarrotada. El agente Jake Morgansalió primero, con el rostro suavizado al ver la escena: una mujer frágil con un cárdigan descolorido y una falda raída junto a una caja de madera con tomates, zanahorias y pepinos alineados con un cuidado casi ceremonial.
—Señora, usted sabe que la venta ambulante no está permitida aquí, ¿verdad? —preguntó Jake con suavidad.
—Sí, cariño —murmuró la mujer con la mirada baja—. Pero mi hijo necesita medicinas. Las cultivé en mi pequeño jardín. No le hago daño a nadie.
Jake intercambió una mirada con su supervisor, el sargento Daniel Ruiz . Las reglas eran las reglas, pero también lo era la piedad.
—Mira —dijo Ruiz en voz baja—, esta vez te pediremos que te vayas. Por favor, intenta encontrar otra salida. Puede que otros oficiales no tengan tanta paciencia.
—Sí, gracias —dijo ella, demasiado rápido, como si necesitara que se fueran.
Una extraña negativa
Intentando suavizar el momento, Jake sonrió. «Al menos déjanos comprar una bolsa de tomates».
—No hace falta, cariño —dijo con voz temblorosa—. Hoy estoy… ocupada.
"¿Ocupado?", preguntó el compañero de Jake, parpadeando. "No hay nadie aquí".
—Llegaron por la mañana —dijo la mujer con una leve sonrisa nerviosa—. Seguro que no los viste.
Jake tomó un tomate. "Entonces, tomamos este y pagamos".
Ella se sobresaltó. "Por favor, déjenlas para otros".
Sus labios temblaban. Su mirada se desviaba constantemente hacia el rincón más alejado, como si siguiera una sombra que no podían ver.
El peso de un tomate
Jake daba vueltas al tomate en la mano. Se veía perfecto, demasiado perfecto. Se sentía ligero, no con el agradable peso de una fruta calentada por el sol. A lo largo del pedúnculo, una fina costura reflejaba la luz. Presionó suavemente y oyó un crujido suave, como de plástico contra plástico.
Su rostro cambió. "Sargento."
Ruiz entró. Jake apartó el tallo con cuidado. Debajo del sombrero verde había una película transparente y ajustada: una tapa impecable sobre algo que no era pulpa de tomate. Tomó la fruta en la palma de la mano y le mostró la costura a Ruiz con una mirada que lo decía todo: ya no se trataba de verduras.
—Deténganla —dijo Ruiz, con la voz apagada por el procedimiento—. Ahora.
“No soy un criminal”