«Solo quiero un bebé al que amar, aunque sea uno solo».
Sus palabras me conmovieron, porque Julien y yo habíamos desistido de ampliar la familia tras varios intentos fallidos. Sin embargo, mi hija nunca perdió la esperanza.
Ese día de otoño, su sueño pareció hacerse realidad. Frente a la casa, dos bebés, de apenas unos días, dormían plácidamente en un cochecito abandonado. Junto a ellos había una notita arrugada:
«Por favor, cuídenlos. Solo tengo 18 años y mis padres no me dejan cuidarlos. Se llaman Leo y Elise».
Con el corazón latiéndome con fuerza, alerté a Julien y a las autoridades. Los bebés estaban sanos y los servicios sociales estaban considerando colocarlos en un hogar de acogida. Pero Clara intervino, angustiada: «Déjenlos pasar una noche. Por favor».
Esa noche se convirtió en una semana, luego en un mes... y pronto, Léo y Élise formaron parte oficialmente de nuestra familia.
Una casa llena de risas y un misterioso “ángel guardián”
Los meses siguientes fueron un caos de alegría: biberones, nanas y ropa sucia sin fin. Clara cuidaba a los gemelos con una ternura increíble para su edad. Y pronto, empezaron a aparecer extrañas muestras de cariño: sobres deslizados por debajo de la puerta con dinero, vales de regalo o pequeños juguetes.
«Alguien nos cuida», decía Julien sonriendo. A esa persona la llamábamos nuestro ángel de la guarda .
Pasaron los años, las risas de los niños reemplazaron las lágrimas, y Clara se fue de casa a la universidad. Todo parecía tranquilo, hasta esa llamada inesperada un domingo por la tarde.
La llamada que lo cambió todo