Nadie entendió la desaparición de la señora de la limpieza. Ni el portero, ni los guardias de seguridad, ni el ama de llaves de la mansión... -phuongthao

"Oh, Dios mío..." jadeó Arthur.

Era ella.
Su cabello recogido al azar.
La blusa sencilla que había visto mil veces fregando el suelo del pasillo.
El rostro que Lucas dibujó con lápices de colores y llamó «Tía Rosa».

Señora Rosa.

Vivo.
Aterrorizado.
Abandonado allí para morir.

—¡Lucas, quédate atrás! —gritó Arthur, corriendo hacia ella.

Tras él, el sonido del tren se hizo más fuerte, un rugido metálico que solo agravó el pánico. La locomotora apareció en la curva, demasiado tarde para frenar por completo.

—¡Rosa! —gritó, arrodillándose junto a ella—. ¡Rosa, soy yo!

Sus ojos se abrieron aún más, llenos de lágrimas. Le temblaban los labios.
Intentó hablar, pero los sollozos y el terror le impidieron hablar.

"¡Te voy a sacar de aquí!" juró Arthur, con más desesperación que certeza.

Las cuerdas estaban tensas, sucias y llenas de tierra. Tiró, arrancándose la piel de las manos, intentando desatar nudos que parecían hechos por alguien que sabía exactamente lo que hacía.

Tras ellos, el silbato del tren cortó el aire, largo y desesperado, como si la propia máquina gritara. El conductor ya preveía la escena y frenaba, pero la física no se negocia con súplicas.

— ¡PAPÁ! —gritó Lucas llorando—. ¡RÁPIDO!

Arthur sintió una sacudida en la mente. Si no pensaba, todos morirían.

Sin tiempo para delicadezas, sin tiempo para heroísmos cinematográficos, cogió una pesada piedra y golpeó el nudo de la cuerda, intentando forzarlo, romperlo, aflojarlo aunque fuera un poquito.

Las venas de su cuello se hincharon.
Sus dedos sangraron.
El ruido del tren se hizo tan fuerte que ya podía sentir el suelo vibrar.

"¡AGÉRCHESE A MÍ!" gritó.

Con la mitad de las cuerdas finalmente rotas, Rosa logró mover las piernas. Él la jaló con una fuerza que desconocía, rodando por el terraplén con ella, revolcándose entre la tierra y los arbustos.

El tren pasó.

El viento caliente de la locomotora les azotaba el rostro. El ruido les resonó en los oídos como un trueno sin fin. Lucas cayó al suelo, tapándose los oídos y llorando.

Fueron unos segundos que parecieron una eternidad.

Cuando el tren finalmente aminoró la marcha y arrancó, reinó un silencio denso. Olía a hierro, grasa y miedo.

Arthur yacía boca abajo, con el pecho agitado. Rosa temblaba tanto que apenas podía hablar.

"Pensaron...", logró susurrar entre sollozos. "Pensaron que iba a morir..."

La giró con cuidado de lado. Tenía la cara llena de arañazos, pero sus ojos… sus ojos aún conservaban esa fuerza serena, la fuerza de alguien que había soportado las dificultades desde la infancia, pero nunca se había derrumbado.

"¿Quién te hizo esto?" preguntó Arthur con voz ronca, más baja, más peligrosa que cualquier grito.

Cerró los ojos, como si la pregunta fuera una espada.

"Yo... intenté proteger a tu hijo..." murmuró. "Dijeron que sabía demasiado..."

El corazón de Arthur se aceleró.
Su hijo.
Lucas.

Miró al muchacho, que ahora se acercaba, todavía temblando, pero con el instinto de abrazar a la mujer que amaba como a una abuela.

"Tía Rosa... sabía que no habías muerto...", sollozó. "Lo sabía..."

Ella lo abrazó torpemente, sus manos aún le dolían por las cuerdas.

Nunca te dejaré, mi pequeño… nunca…

Arthur agarró su celular, llamó a la policía, a la seguridad privada y a todos los que pudieron rodear la zona. A partir de ese momento, no fue solo un caso de secuestro. Fue una guerra declarada.

Porque si alguien intentó matar a la señora de la limpieza…
…es porque ella sabía algo que no debería ir a la tumba.

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