Mi hijo, Emilio, me estaba mintiendo.
No era una sospecha vaga, no era la típica paranoia de un padre adinerado acostumbrado a la deslealtad. Era un hecho, frío y duro como el acero de los edificios que mi empresa levantaba. A mis cuarenta y tantos, yo, Miguel Fernández, había construido un imperio. Constructora Fernández no era solo un nombre en los edificios más altos de la ciudad; era mi vida, mi fortaleza. Pero dentro de mi propia casa, en mi propia familia, había una brecha. Y esa brecha tenía doce años y el rostro de mi único hijo.
Durante tres semanas, la rutina se había roto. Emilio, que siempre había sido un libro abierto —quizás un poco mimado, sí, pero honesto—, llegaba tarde. “Clases extra, papá”, “Proyecto de ciencias”, “Reunión del club de debate”.
Mentiras. Una llamada rápida a la secretaria de su exclusivo colegio privado lo confirmó. No había clases extra, ni proyectos urgentes, ni club de debate esos días.
Mi mundo se rige por datos, por hechos. Y los hechos eran que mi hijo me mentía a la cara, y mi esposa, Sofía, parecía no darse cuenta, o peor, no querer darse cuenta. “Está creciendo, Miguel”, me decía, “dale espacio”. Espacio. Yo no le daba espacio a mis competidores, ¿por qué debería dárselo a la mentira?
Aquella tarde de martes, decidí que los datos los recogería yo mismo. Salí de la oficina a las dos, una herejía en mi agenda. Conduje mi coche importado, un símbolo de mi éxito que de repente se sentía obscenamente grande y llamativo, y lo aparqué a dos manzanas del colegio. Me ajusté las gafas de sol, sintiéndome un detective privado de pacotilla.