Seguí a mi hijo de 12 años a la salida del colegio y descubrí una verdad que destrozó mi mundo: no era el único que vivía una mentira.

 

Sonó la campana. El torrente de uniformes caros, de niños felices y despreocupados, llenó la acera. Y entonces lo vi. Emilio. Mi hijo. Salió solo, la mochila de marca colgando de un hombro. Miró a ambos lados, no como un niño que busca a sus amigos, sino como un fugitivo comprobando el perímetro.

Y entonces, empezó a caminar en la dirección opuesta a casa.

Mi corazón dio un vuelco. Era una sensación física, una opresión en el pecho que no sentía desde que casi pierdo una licitación multimillonaria. Arranqué el coche y lo seguí a una distancia prudente. Emilio caminaba rápido, con determinación. Cruzó la avenida principal y se adentró en calles que yo rara vez transitaba. Se estaba alejando de nuestro barrio, el de los setos cuidados y los coches de lujo, y se adentraba en una zona más… normal. Más gris.

Llegó a una pequeña plaza, un parque de barrio con bancos de madera desgastados y un par de columpios oxidados. Allí fue donde mi mundo, el que yo creía controlar, se detuvo.

Emilio se acercó a un banco donde una niña estaba sentada. Tendría su edad, quizá un año menos. Su ropa era sencilla, limpia pero visiblemente desgastada. Sus zapatillas tenían la suela rota. Sostenía una mochila vieja, de un color indefinido por el uso, sobre su regazo.

 

 

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