Mierda. No le había contado esa parte. La conversación se agrió. Discutimos en susurros furiosos en el pasillo, mientras nuestro hijo escuchaba todo desde el salón. Al final, cedí. Parcialmente.
Volvimos al salón. “Está bien, Emilio”, dije, con la voz cargada de resignación. “Pero quiero que sepas que te estaré vigilando. Y si noto algo extraño, cualquier cosa que indique peligro, esta conversación no habrá terminado. ¿Entendido?”.
Emilio asintió, aliviado. “Entendido, papá. Gracias”.
Pero yo no estaba satisfecho. La palabra “confianza” se había roto.
Los días siguientes no cambiaron la rutina de Emilio, pero sí la mía. Necesitaba más datos. Fue Doña Esperanza, nuestra ama de llaves, la que me dio la siguiente pieza del rompecabezas. Llevaba con nosotros desde antes de que Emilio naciera.
“Señor Miguel”, me dijo una mañana, retorciendo un trapo en sus manos. “¿Puedo hablar con usted un momento?”.
“Claro, Esperanza. ¿Qué sucede?”.
“Es sobre el niño Emilio, señor”.
Me puse alerta. “¿Qué le pasa?”.
“No quería meterme, pero… creo que debe saberlo. El niño está… está sacando dinero. De su paga semanal, y de sus ahorros. No es mucho, algunos euros de vez en cuando, pero lo lleva haciendo meses. Me pidió ayuda para cambiar billetes grandes por otros más pequeños. Dijo que era ‘más fácil de llevar’”.
Meses. Esto no era un impulso. Era un plan.
“¿Cuánto dinero, Esperanza?”.
“No estoy segura, señor. Pero las últimas veces que me pidió cambiar, fueron al menos 50 euros cada vez”.
Cincuenta euros. De su paga. Y de sus ahorros de cumpleaños y Navidad. Mi hijo se estaba descapitalizando por esa niña.
La curiosidad y la preocupación se transformaron en determinación. Necesitaba saber quién era ella. No para exponer a mi hijo, sino para entender. Para asegurarme de que él estaba a salvo. Y, si he de ser honesto, para asegurarme de que la “inversión” de mi hijo estaba justificada.
Llamé a Héctor. Héctor era un antiguo empleado de seguridad de mi empresa, un hombre discreto que ahora hacía “trabajos de investigación” por su cuenta.
“Héctor”, le dije en mi despacho, “necesito que averigües quién es una niña. Unos 11 o 12 años. Se reúne con mi hijo en la Plaza del Sol todos los días después de las tres”.
“¿Quiere que investigue a una niña, Señor Fernández?”.
“No es nada ilegal, Héctor. Es solo… mi hijo está involucrado. Necesito saber si está seguro”.
“Entendido. Veré qué encuentro”.
Héctor tardó tres días. Cuando volvió, su rostro era sombrío.
“Tengo la información, Señor Fernández”.
“Cuéntame”.
“La niña se llama Mariana Ramírez. Once años. Vive con una tía, Carmen, en un bloque de pisos en el barrio de Los Pinos. La tía está enferma. Cáncer, según los vecinos. Lleva meses sin poder trabajar. Es costurera”.
Un nudo se formó en mi garganta. “¿Y los padres de la niña?”.
Héctor dudó. “Ahí es donde se pone raro, señor. La madre… bueno, la madre se fue hace unos cuatro años. La niña se quedó con la tía desde entonces”.
“¿Se fue? ¿Cómo que ‘se fue’?”.
“Los vecinos no saben mucho. Solo que la madre… se llamaba Gabriela. Gabriela Ramírez”.
Tragué saliva. “Sigue”.
“Fui al barrio, eché un vistazo. En el centro cívico de la entrada tienen un mural con fotos antiguas. Eventos de la comunidad, fiestas… Y en una de esas fotos, de hace unos seis años, sale la tal Gabriela”.
“¿Y?”.
“Y, Señor Fernández… la mujer de la foto llevaba una acreditación. Logré ampliarla. El logo… es el de su empresa. Constructora Fernández”.
El aire abandonó mis pulmones. Me quedé inmóvil. Un empleado. Cientos de empleados. Imposible conocerlos a todos. Pero esto… esto era demasiada coincidencia.
“Tráeme esa foto”, ordené.
Héctor me la pasó. Era granulada, pero inconfundible. Una mujer joven, sonriente. Y en su pecho, el logo que yo mismo había diseñado hacía veinte años.
“Averigua más sobre ella. Sobre Gabriela Ramírez”.
“Si trabajó para usted, puedo intentarlo. Pero los archivos antiguos no están digitalizados. Llevará tiempo”.
“Hazlo. Y mantenme informado”.
Esa noche, la discusión con Sofía fue la peor que habíamos tenido en años.
“¡Estás obsesionado, Miguel!”, me gritó ella.
“¡Obsesionado! ¡Solo quiero proteger a nuestro hijo!”.
“¿Protegerlo de qué? ¿De ser una buena persona? ¿De tener empatía?”.
“¡De que lo utilicen, Sofía! ¿No lo ves? ¡La madre de la niña trabajó para mí! ¡Esto podría ser un montaje! ¿Y si nos quieren sacar dinero? ¿Y si es una estafa?”.
“¿Una estafa?” La voz de Sofía goteaba desdén. “¿Escuchas lo que dices? Es una niña, Miguel. Una niña que pasa hambre. Y nuestro hijo, con sus doce años, se dio cuenta y decidió hacer algo. En lugar de estar orgulloso, estás buscando fantasmas”.